Al inicio de Muñecos infernales, una pareja se alista para ir a una reunión de amigos. Se trata de los doctores Armando Valdés (Ramón Gay) y Karina (Elvira Quintana), ésta última, se dice, es conocedora de las “ciencias ocultas y los ritos indígenas”. Es precisamente la sabiduría de la doctora Karina en estos temas lo que ha interesado a un grupo de hombres que recién ha regresado de Haití: Juan (Xavier Loyá), Gilberto (Salvador Lozano), Daniel (Luis Aragón) y Luis (Jorge Mondragón); éste le cuenta a la doctora que los cuatro atestiguaron un rito vudú cuya entrada estaba prohibida para ellos en su calidad de extranjeros y al término, decidieron hurtar la estatua de un ídolo nativo, “el sueño de un coleccionista”; como consecuencia, recibieron la maldición de un brujo que auguró su muerte y la de sus familias. Y aunque los hombres se muestran más bien escépticos de que dicha amenaza se vuelva realidad, escuchan la explicación de Karina, quien les reprocha haber violentado el rito vudú y les recomienda no tomar a la ligera la maldición. Esa misma noche, ocurre la primera de las muertes.
Muñecos infernales fue la cinta número 17 dentro de la carrera como director de Benito Alazraki, quien había debutado tan sólo siete años antes con Raíces, filme independiente con el que recibió un premio en el festival de Cannes y que le confirió un status de cineasta “de arte”, el cual fue por cierto, efímero. Pocos años después de este debut, Alazraki se dedicó completamente al cine industrial, abarcando todo tipo de géneros y tramas: melodramas familiares (A dónde van nuestros hijos, 1956), aventuras románticas (Café Colón, 1958), comedias musicales (Póker de reinas, 1958), westerns (Pistolas invencibles, 1959), dramas juveniles (Peligros de juventud, 1959), y por supuesto, películas de terror, género que se puso en boga durante la década de los 60, gracias a los filmes de luchadores y al interés de Cinematográfica Calderón, productora de Muñecos infernales.
El guión de Alfredo Salazar se preocupa por proporcionar todo tipo de detalles relacionados con el vudú, el personaje de Elvira Quintana, experta en el tema, recita toda una lista de nombres, ritos y fechas que para el propósito de la historia resultan innecesarios, ya que todo se puede resumir con la siguiente idea: el brujo que lanza la maldición sobre los hombres que robaron el ídolo de piedra, fabrica unos muñecos que representan a cada uno de ellos y los envía a cometer los asesinatos, guiados siempre por el sonido de una flauta que toca un zombie.
No es de extrañar que Muñecos infernales se haya convertido en una cinta de culto dentro de los aficionados al género: tiene un tema que siempre resultará atractivo dentro de las temáticas de terror –el vudú–, aunado al espíritu camp que permeaba todas y cada una de las producciones de la época –escenarios improbables, diálogos ceremoniosos, efectos chafas– que de algún modo, ya en conjunto resultaban entretenidas… y completamente surrealistas. No por nada títulos como éste son muy apreciados dentro de la cinefilia internacional, que ve dentro del cine mexicano de terror una interpretación muy particular a temas universales.
Lo que resulta verdaderamente atrayente dentro de esta trama son los muñecos en sí: en este caso no son las reproducciones que todos asociamos con el vudú –pequeños muñecos que pueden sostenerse con una mano y a los cuales se les clava alfileres para provocar dolor a la persona a la que representa–, sino seres de aproximadamente un metro de altura; eso sí, copias fieles de los protagonistas, incluso todos ellos visten de traje y van armados con agujas que les sirven de armas para matar a sus objetivos, por ello deben introducirse a las casas de éstos, ya sea por las ventanas o haciéndose pasar por regalos para los niños (¿Quién en su sano juicio aceptaría un muñeco de este tipo?).
Muñecos infernales abusa de la caricaturización de los malvados de la historia –el brujo Zandor y su zombie esclavo-, así como de su guarida (¿a quién se le habrá ocurrido que una esfera de espejos era un elemento terrorífico?), lo que afecta en detrimento de su credibilidad; pero explora un ángulo que siempre resultará interesante: la concientización de un ser que aparentemente no tiene voluntad propia. Es una lástima que la realización de Alazraki no explote este elemento con mayor profundidad, pues es este aspecto el que salva la trama de caer en el eterno cliché de la pareja de héroes salvando el día, sobre todo cuando éstos tienen como única arma un crucifijo.
No obstante, Muñecos infernales posee los elementos suficientes para ser un digno representante de aquello tan particularmente bizarro como es el cine de terror mexicano y supongo que Benito Alazraki –que filmó cuatro películas ese mismo año, 1960– nunca se imaginó que sería justamente esta la que con el paso de los años ameritaría una revisión-revaloración.
Rebeca Jiménez Calero
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